Rafael Senén. Presidente del Instituto Cultural Europeo
El ser humano actual es el producto de la combinación de su evolución biológica con su evolución cultural. El resultado final de estos procesos evolutivos, en el mundo desarrollado occidental del SXXI, se hace patente en unas sociedades que disfrutan de avances significativos en el campo de la ciencia y la tecnología. Avances que han permitido incrementar la esperanza de vida, tejer redes de apoyo social, permitir el acceso generalizado a la educación y la sanidad o erradicar la desnutrición y la mayoría de las enfermedades pandémicas, incluida, dentro de poco tiempo, la hasta ahora persistente pandemia de Covid-19. Indiscutiblemente, la mejora de las condiciones de vida del ser humano, especialmente en los últimos doscientos años, ha sido extraordinaria.
Sin embargo, estos dos siglos de avances científicos y tecnológicos, que se encuentran ahora, y desde hace dos décadas, inmersos en una nueva revolución que avanza a una velocidad nunca vista en nuestra historia, han ido cobrándose también un elevadísimo coste, en algunas ocasiones conocido y, en otras, oculto, como si fueran absorbidos por el espejo de Dorian Gray.
No es sencillo resolver esa ecuación de múltiples variables entre beneficios y costes. Fundamentalmente porque unos y otros, muchas veces, no coinciden en el tiempo, lo que hace que haya generaciones que estén pagando un precio para que otras se beneficien y, sensu contrario, unas generaciones que se benefician trasladando la tarifa a las que le suceden.
Ya conocemos, no obstante, una buena parte del precio que hemos pagado, que estamos liquidando e, incluso, que sabemos ya que saldaremos, inevitablemente, en un futuro cercano, aún sabiendo que algunos costes ya no generarán retorno alguno y que otros, quizás, estemos todavía a tiempo de disminuirlos e, incluso, de hacerlos soportables.
“Entre los estímulos externos y la evitación, acabamos desconectados. Desconectados de nosotros mismos y de nuestro cuerpo, de los demás, de la naturaleza, del planeta.”
El cambio climático es, quizás, el más conocido de estos costes. Ya tuvimos un aviso con la casi desaparición de la capa de ozono. Aun así, hemos seguido liberando gases de efecto invernadero en cantidades inimaginables; continuamos desforestando inmensas superficies, no solo de selva, sino también de bosques, y arrasando espacios naturales en pro de la urbanización y la agricultura; nos empeñamos en contaminar el agua del planeta con todo tipo de vertidos a mares, ríos y acuíferos y contabilizamos por miles las especies animales que se extinguen cada año mientras continuamos destruyendo sus ecosistemas…
Pero no solo la naturaleza y nuestro planeta pagan el precio de la prosperidad. El propio ser humano también lo paga viviendo en sociedades en las que se acrecienta la desigualdad y la discriminación. Desigualdad económica que, a través del consumo impulsivo y la inmediatez, favorece que las grandes fortunas amplíen desproporcionadamente su dimensión, como ha ocurrido durante la pandemia, agigantando la desigualdad social y disminuyendo la igualdad de oportunidades. Discriminación que se extiende por nuestras sociedades occidentales y que se refiere prácticamente a todo lo que es diferente (género, orientación sexual, religión, etnia, raza, clase, inmigración…) y que abona corrientes ultranacionalistas (tribales) y populistas, que polarizan aún más las posiciones, dañando, allá donde todavía se vislumbra, la escasa democracia que todavía persiste. Sociedades que promocionan la individualidad y el aislamiento a cambio de consumo y ocio, disfrazados, a veces, de cultura.
El malentendido progreso de unas naciones, además, impide, o al menos dificulta, el de otras menos favorecidas, lo que, a su vez, concluye en una mayor desigualdad general a nivel planetario, tal y como ha demostrado, una vez más, el reparto mundial de dosis de vacunas o el tratamiento que se da a los flujos de desplazados refugiados y migrantes..
“Tan solo plantearse hasta qué punto estamos desconectados es un ejercicio muy recomendable que, seguramente, nos abrirá puertas hacia nuevos caminos”
Esta es la situación real de nuestro entorno, aunque no nos sea fácil reconocerlo. Podemos oír hablar de ello aquí o allá, sabemos del cambio climático, pero pensamos que es cosa de los gobiernos y las grandes empresas, que la ciencia y la tecnología arreglarán los entuertos y acabarán, finalmente, con la pobreza y la desigualdad en el mundo, tal y como pensaban nuestros tatarabuelos de comienzos del SXX. Pero cuando dedicamos unos minutos a reflexionar sobre ello, nos genera sufrimiento y, muchos de nosotros, entonces, evitamos. Así, entre los estímulos externos y la evitación, acabamos desconectados. Desconectados de nosotros mismos y de nuestro cuerpo, desconectados de los demás, desconectados de la naturaleza, desconectados del planeta.
Tan solo plantearse hasta qué punto lo estamos es un ejercicio muy recomendable que, seguramente, nos abrirá puertas hacia nuevos caminos. Uno de ellos es el camino del cambio social consciente, que acompañe y apoye a los cientos de miles de personas involucradas ya en el activismo social, independientemente de cuál sea su causa. Un cambio social que necesita, para ser definitivo, de un vector previo, el de la consciencia. Si somos capaces de expandir este vector, si somos capaces de generar consciencia, será más fácil cambiar el entorno y menos frustrante resultarán los obstáculos del camino porque será compartido por, cada vez, más personas.
El cambio social consciente parte de una premisa básica. Es necesario dejar de evitar el sufrimiento, aceptar la realidad tal como es y, entonces, abrir la puerta hacia el cambio. Os invitamos a comenzar dando los primeros cuatro pasos hacia el cambio social consciente.
- Reconectar con uno mismo y con el cuerpo.
Reconectar con uno mismo es un proceso de volver al presente, de soltar y dejar ir pensamientos y emociones y encontrar la calma mental suficiente para alcanzar la consciencia de quiénes somos, para entender la libertad como la que nos permite responder en vez de reaccionar y para volver a casa, a nuestro cuerpo.
Debemos volver, de manera consciente, a casa, a nuestro cuerpo. A través de la respiración regresamos a él y nos reconectamos mediante la práctica consciente del ejercicio físico. Así, ejercitar movimientos conscientes o yoga se convierte en un gran aliado. Pero no el único. También nos ayudará en este camino la práctica de cualquier deporte o actividad física en la que estemos conscientes y, por supuesto, disciplinas más especializadas como, por ejemplo, el pilates, la biodanza, el Tai Chi o el Chi Kung.
Porque el cuerpo está aquí y ahora, siempre presente, siempre esperándonos. Como decía San Bernardo, el cuerpo no está fragmentado, es el alma el que lo está, y el cuerpo es aquel que nos ayuda a regresar a la unidad.
“Nadie es algo en sí mismo, aislado. Todos somos productos de un tejido infinito”
Y una vez en casa, cuidémosla. Alimentemos nuestro cuerpo de manera apropiada, equilibrada y, en la medida de lo posible, comamos de forma consciente. La alimentación consciente o en atención plena es una práctica que, no solo nos permite reconectar con el cuerpo, sino también dar un paso significativo hacia el reconectar con los demás y con la naturaleza.
Existen otras prácticas que también pueden catalizar el proceso de reconexión con uno mismo. La escritura es una de ellas. Dice la tradición sufí que escribiendo se adquiere el conocimiento, que viaja a través de la mano hasta el cerebro para asentarse luego en el corazón. Si escribimos sobre nosotros mismos, sobre nuestras emociones y sensaciones, sobre nuestros pensamientos y anhelos, estaremos dando pasos importantes en esa reconexión.
También la práctica de Mindfulness puede ser de gran utilidad. La meditación, el ejercicio de la autocompasión, la reflexión sobre el propósito de vida y la ausencia de diálogo interno nos preparan en el reconectar con nosotros mismos, estableciendo unas bases de estilo de vida ético y solidario, sobre los pilares de la aceptación y la impermanencia.
- Reconectar con los demás
En la cultura occidental actual prima la individualidad como resultado de la interrelación histórica de las corrientes de pensamiento protestante europeo con la filosofía liberal promotora del concepto de los derechos y libertades individuales. De ahí deriva, finalmente, la idea del contrato social como modo voluntario de los individuos para organizarse y cooperar y, finalmente, el sistema capitalista en el que nos desenvolvemos no solo desde el nacimiento hasta la muerte del individuo, sino también sucediéndole a través de la transmisión de bienes materiales a herederos y acreedores.
Este individualismo se ha visto acrecentado, además, en las últimas décadas. El consumismo vertiginoso y compulsivo, incitado por el propio sistema, nos invita permanentemente a compararnos unos con otros, agudizando así un patrón natural evolutivo del ser humano. El caldo de cultivo ya estaba ahí. Solo había que incorporar algunos ingredientes como el neuromarketing o los filtros de Photoshop y colocarnos a todos en nuestros particulares burbujas individuales, haciéndonos bien visibles a los demás. Burbujas aportadas generosamente por las nuevas tecnologías y las redes sociales y patrocinadas por un reducido grupo oligárquico de grandes tecnológicas.
Y así vivimos, desconectados de los que nos rodean, calmando conciencias con donaciones a ONGs y evitando aceptar el sufrimiento de los demás que solo se asoma unos segundos al día en los noticieros de televisión, radio o internet. Desconectados de la humanidad. Solos.
“La compasión es el ejercicio supremo de la humanidad compartida y máxima expresión del amor”
Pero no es cierto. Como dice Gonzalo Brito, basta echar un vistazo alrededor para comprobar que no hay nada que exista por sí solo. Un árbol no podría existir sin la tierra, el agua y el sol. Cuando lo observamos, aún sin darnos cuenta, observamos todos esos elementos entrelazados y aquellos que, a su vez, se nutren de él. Y si seguimos recorriendo el gran tejido entrelazado observamos que el universo completo está en ese árbol. Con nosotros pasa lo mismo. Nadie es algo en sí mismo, aislado. Todos somos productos de un tejido infinito.
Somos lo que somos por lo que eran los que nos dieron vida, influidos por los que nos han rodeado en nuestras vidas y por las experiencias que hemos tenido, por el agua del que nos componemos, por todo aquello de lo que nos alimentamos, por el aire que respiramos. Todos los seres humanos compartimos el 99,9% del genoma. Nos diferenciamos unos de otros solo en un 0,1%.
Y cuando somos conscientes de ello, entendemos que somos parte, a su vez, de los demás y descubrimos la humanidad compartida, en la que todos sufrimos y en la que todos aspiramos a la felicidad. Y entonces podremos reconectar con los demás y utilizar la compasión, la amabilidad y la gratitud para reconectarnos de una forma más profunda con los demás, con lo que están cerca y con los que no conocemos, entendiendo que somos uno y comprendiendo la futilidad de pensar en términos de “yo y los demás”, de “nosotros y ellos”.
Caminar por el sendero hacia la reconexión con los demás se nos hará más sencillo si nos apoyamos en la escucha atenta, que en Mindfulness se promueve tanto. La escritora y experta en comunicación Mindful, Rebecca Shafir, nos enseña que la escucha atenta no es tanto una habilidad mental o un método como una actitud, un estado mental que combina la concentración y la atención con la curiosidad y el respeto.
También en la práctica de la compasión encontraremos un gran aliado en la reconexión con los demás. La compasión, como ejercicio supremo de humanidad compartida y máxima expresión del amor, por cuanto tiene de reconocimiento de la belleza que reside en cada ser humano, como la capacidad de apreciar, como dice Fernando de Torrijos, esa joya única y preciosa que cada uno llevamos dentro. Cuando actuamos conscientemente en el alivio del sufrimiento de los demás estamos dando un paso enorme para sentir la mera alegría por la alegría del otro, cerrando la puerta a la envidia, la codicia y los prejuicios, campos en los que brota y crece rápidamente un estado mental de odio al otro, al diferente. En la ecuanimidad comprenderemos al otro, nos pondremos en su lugar y nos será, definitivamente, más fácil mantener la reconexión de forma duradera y estable.
Y desde ahí, nuestra vida se enriquecerá más cuánto más conscientes seamos de que aquellos que nos rodean somos nosotros y entonces disfrutaremos de la compañía de la familia y de la amistad, tendremos más oportunidades de servir a los demás, de aliviar el sufrimiento del otro y de entretejer más hilos del tejido infinito en nuestras comunidades.
- Reconectar con la naturaleza
El árbol que no existiría sin la tierra, el agua y el sol es el mismo árbol que permite a la tierra no erosionarse, que entrega la humedad a los que habitan a su alrededor y que devuelve a la atmósfera, alternativamente, oxígeno y dióxido de carbono. El árbol hace todo eso, y muchas más cosas, de forma natural. Conectado a la naturaleza de la que es miembro. Nosotros, sin embargo, lejos de nosotros, de nuestro cuerpo y de los demás, estamos aún más alejados de la naturaleza, desconectados completamente de ella.
De acuerdo con la información facilitada por Naciones Unidas, el 80% de la población de los países desarrollados occidentales vive en ciudades. Esta cifra superará el 90% en apenas dos décadas. Histórica y culturalmente, la vida en la ciudad ofrece una buena serie de ventajas al ser humano. Comenzaron incrementando su seguridad, luego su bienestar físico, después lo enriquecieron y finalmente lo hicieron progresar como ningún otro hábitat había hecho en la historia de la humanidad.
Sin embargo, las ciudades también han sido vehículos de desconexión de la naturaleza. Nos han alejado del ciclo natural de luz y oscuridad, nos han separado de los bosques y llanuras e, incluso, de los mismos campos de labranza y pastoreo que le arrebatamos en su día al mundo silvestre. Paseamos por ordenados parques que cierran al caer el sol.
Las ciudades nos ocultan los animales, convertidos en obedientes mascotas o en atractivas bandejas de supermercado. Llevamos a nuestros niños a granjas escuelas donde pasan un maravilloso día en la naturaleza que seguramente será el único en años.
La contaminación lumínica nos impide ver las estrellas, los edificios nos hurtan las fases de la luna y apenas sentimos el viento o la lluvia. Y en vez de sentir la suave brisa en la cara, respiramos aire rociado de óxidos de azufre y de nitrógeno, de monóxido de carbono y arsénico. Por eso es tan importante tomar consciencia de esta realidad y colaborar, apoyar y promover, junto a las administraciones públicas, ciudades más sostenibles, abiertas y amables.
“La naturaleza es el teatro en el que, inevitablemente, tejemos nuestra existencia”
Mientras estos procesos urbanísticos se configuran de manera definitiva, las ciudades no serán le marco perfecto para reconectar con la naturaleza, más allá de que ofrezcan grandes espacios verdes. Pero reconectar con la naturaleza es imprescindible para alcanzar una consciencia plena, profunda y honesta. La naturaleza es al cuerpo lo que el cuerpo es a nosotros mismos. Es nuestra casa y debemos volver a ella. Solo a través de la consciencia ecológica seremos capaces de emprender un cambio que altere sustancialmente nuestra relación con el entorno.
Salir a pasear al monte, hacer senderismo, visitar aldeas, buscar playas apartadas, entrar en bosques, observar aves, disfrutar de una puesta de sol o del deporte en la naturaleza… son prácticas que nos ayudarán a reconectar con ella y a aprehender que somos parte de ella. La naturaleza es el teatro en el que, inevitablemente, tejemos nuestra existencia.
Meditar en los sentidos en plena naturaleza es una experiencia única que ayuda a reconectar. La Dra. Janine Schipper nos muestra a una preciosa y sencilla meditación que, de modo resumido te invita a cerrar los ojos y centrar tu atención en la respiración. De qué está hecho el aire que respiras… de dónde proceden las moléculas de agua que, suspendidas en él, recorren tu cuerpo al respirar… Cuando respiramos nos estamos conectando con el agua que se evapora de los mares, lo respiramos en su camino a las nubes y, así, nos hacemos parte de los ríos y los océanos. Nos enlazamos, respirando, con la totalidad.
Y entonces se abre la consciencia al resto de seres vivos con los que compartimos el espacio, no solo a la hermosa vida silvestre ecológicamente intacta, que ocupa ya solo un 3% de la superficie terrestre de la Tierra debido a la huella humana[1], sino también se abre a los seres vivos que domesticamos, que cultivamos, que sacrificamos por miles de millones al día para alimentarnos. Miles de millones de seres vivos que sienten y que deben ser también objeto de compasión.
La ciencia nos muestra cada día la profunda interrelación en la que todos los elementos de la naturaleza se encuentran inmersos. Las corrientes marinas y los ríos con la vida en los océanos, las temperaturas en todo el planeta con las masas tropicales de bosques y selvas y con los hielos polares… Todos los ciclos sin fin de la biosfera, sobre los que el ser humano actúa de forma tan agresiva, están siendo dañados, modificados. Nuestra reconexión con la Naturaleza es, pues, de vital importancia en el camino hacia el cambio social. Solo reconectados a ella se incorporará a nuestra consciencia y, desde ella, a nuestra vida. Así, desde el desapego al resultado que la meditación nos facilita, evitaremos la frustración a la vez que construiremos, con nuestras aportaciones, un entorno más sostenible.
- Reconectar con el planeta
Reconectar con el planeta es una forma de hablar de la reconexión que, transcendiendo la naturaleza, debemos regenerar con el planeta, el cosmos y la universalidad, en este cuarto paso. Tomar consciencia de que somos parte intrínseca, no ya del mundo que nos rodea, sino también de la totalidad del cosmos, del que proceden todos los elementos que nos dan vida y nos otorgan, precisamente, la consciencia.
No dejamos de ser elementos químicos presentes en el universo. Tan solo somos una combinación diferente de los mismos elementos presentes en una montaña, en un satélite, en una estrella… La clave de este cuarto paso está en la aceptación más profunda de la impermanencia. Cuando entendemos que no existe absolutamente nada que sea eterno en sí mismo entenderemos que nosotros también somos impermanentes, tan impermanentes como las situaciones que vivimos, como las cosas que nos rodean, como nuestra especie, nuestro planeta, nuestro universo. Todo está en continuo cambio y transformación.
A partir de ahí surgirá o no la espiritualidad, experimentaremos o no la no dualidad, pero, seguramente, habremos dado el último paso hacia la reconexión con el todo, del que somos parte indisoluble. Y estaremos, entenderemos que el yo no es más que un relato autobiográfico y nos será natural vivir y actuar, sin más, en el cambio que nuestro mundo necesita.
Este cuarto paso de la reconexión con el todo es profundo y complejo. No nos debe amedrentar el pensar que no seremos capaces de darlo. No lo demos, pues. Ya lo haremos si algún día nos sentimos preparados.
Cambio social constante
No importa en que paso de nuestro camino nos encontramos. Podemos asegurar que ya el mero hecho de haber reconectado con nosotros mismos y con nuestro cuerpo, nos mostrará una forma diferente de actuar en nuestro entorno. Ese primer paso nos abre una nueva perspectiva de entender el mundo que nos rodea, el mundo que somos.
“Desde la consciencia, construiremos nuestro más íntimo sistema ético, cuyos valores, entonces, nos servirán de fundamento vital”
A mediados del SXIX, Alexander von Humboldt, embarcado en su colosal obra Cosmos, aseguraba que la naturaleza es una unidad en la diversidad de los fenómenos; una armonía que reúne a todas las cosas creadas y no importa qué tan distintas en forma y atributos sean; un gran todo animado por el aliento de la vida. El sabio naturalista alemán llegaba a esta conclusión a través de la observación y el método. La reconexión es otro camino que nos permite ser definitivamente conscientes de tal unidad.
Somos en un universo único sometido a la causalidad y, por tanto, a la responsabilidad de todas y cada una de nuestras decisiones y actuaciones. No somos entidades ajenas al lugar donde vivimos. Reconectando estaremos viviendo como parte del todo y seremos conscientes de nuestras acciones, libremente decididas y ejecutadas, libremente responsables. Y desde la consciencia, construiremos nuestro más íntimo sistema ético, cuyos valores, entonces, nos servirán de fundamento vital.
A partir de ahí será sencillo generar, en cada faceta de nuestra vida, el cambio social, porque será nuestra práctica lo que lo convierta en consciente, convirtiéndonos en activistas sociales inmunes al desaliento y la frustración. Entenderemos que con nuestro activismo, más o menos íntimo, más o menos público, no buscamos un resultado concreto, no buscamos llegar al momento en el que podamos afirmar que el cambio ya se ha producido. Simplemente viviremos en el cambio.
Dice David Loy que reconocer la importancia de la implicación social es un gran paso para muchos meditadores ya que, usualmente, se les ha enseñado a enfocarse en lo que está sucediendo dentro de su propia mente. Por su lado, los activistas sociales tienden a sufrir frustración, ira y agotamiento, porque sienten que sus actos no sirven para nada y que no alcanzan el resultado deseado. Por ello, este maestro zen apunta el camino del cambio social consciente como el espacio donde puede darse una práctica doble, interna y externa, ambas reforzándose una a otra, en un camino sin más meta que el recorrerlo.
[1] Durante décadas, y a través de las imágenes por satélite, se ha estimado que entre el 20% y el 40% de la superficie terrestre permanecía más o menos «intacta». Un estudio dirigido por el biólogo de la Universidad de Cambridge Andrew Plumptre y publicado en Frontiers is Forests and Global Change, ha estimado ahora que apenas el 3% de los ecosistemas terrestres en superficie pueden considerarse realmente «intactos».